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Welcome to my blog! Sometimes, I write in Spanish, others in English, but basically this is my daily diary of sorts. Los invito a mi blog, que es como un diário de mis eventos y escritos que a veces son en español, y a veces en inglés...

Saturday, November 17, 2012

A Elena Tamargo. Por María Cristina Fernández

Foto de Marta Ramos



Rememora Raúl Ortega que en conversación con Osvaldo Navarro, este le habló de un ritual que acontece en ciertas regiones del Tibet: mezclar las cenizas de los muertos con la comida que le dan a las palomas. Quien contara esto fue la misma persona que compartiera con Elena Tamargo varios años de vida, y a quien reconoció una maestría poética más allá de los altibajos de la vida en común. Además de Osvaldo tuvo Elena otros maestros que fueron apareciendo en su momento justo, vivos o muertos, a lo largo de viajes, mudanzas y aprendizaje constante. Siempre habló de ellos con gratitud, estableciendo una sucesión de correspondencias que los enmarcaba en un mismo linaje.

Eso me fue revelado por primera vez en Agartha City, hace justo tres años, aquella noche en que el poeta Carlos Díaz Barrios la invitara a leer y a hablar de su obra. Hablo de revelación porque en principio había algo velado para mí tras la apariencia de mujer exquisita que me dio la bienvenida. Vestida como por modisto hábil, el pelo tratado en algún salón, la boca pintada de un rojo intenso, encubierta la blancura de su pecho con un chalequito que imitaba un plumaje exótico, y en su mano izquierda un guante tejido, no parecía la mujer de campo que decía ser. Pronto descubrí que esos caprichos de vanidad eran detalles consentidos a una belleza clásica, donde por momentos se posaba el ardor o la tristeza. No sabía entonces en cuántos escenarios , de cuántas maneras distintas habría de ver ese cuerpo rotundo que menguó en el climax de la enfermedad; cómo contemplaría ese rostro en lecturas públicas, en la convalescencia, en la agonía…

El campo que le dio la vida le abrió también los ojos a la tristeza, al dolor ajeno, a la soledad, según le comentara en una muy completa entrevista con Luis de la Paz para el Diario de las Américas. El campo que no es idilio, y también lo es. Hay en ese discurrir natural una puerta muy certera para la entrada de lo poético. En una reseña a su libro “Días ya vacíos” Madeline Cámara lo dice de este modo: “En otros poemas encontramos una imagen que se repite en libros anteriores de la autora: la mujer que ama la naturaleza, pero no de modo pasivo sino ella misma queriéndose fundir con elementos sencillos pero rebeldes del mundo natural como la hierba y el caballo/la yegua, símbolos recurrentes en su bestiario. Elementos puramente estéticos se confunden con referencias quizás biográficas: el ser mujer con infancia en un pueblo, o la fantasía de haber sido una “niña que hurgaba la tierra con su sexo”.Este tipo de imaginería nos obliga a situar a Tamargo dentro de la escritura femenina que valida lo Material y lo Corporal dentro de esa nueva espiritualidad donde la Naturaleza no se queda en el telón de fondo donde la situó en su día el Romanticismo.” Muy cierto cuando leemos a Elena; aunque fue una mujer de mucho estudio su poesía mantiene una conexión esencial con las fuentes de la vida, y de ahí la razón de que pudiendo ser solo una mujer culta terminó siendo una mujer sabia. Aún cuando muchos de sus poemas se deagajan de pies forzados de Osvaldo Navarro, o que se apropien por momentos de la voz de otros poetas como Celan o Lorca, Elena sustenta su poesía en una realidad que experimenta con el cuerpo y para el cuerpo, que ya se sabe que sin él el alma, y hasta los dioses, fueran reducidos a nada. Hay también, tal vez a causa de esta valoración de lo tangible una conexión con el acmeísmo ruso, que preconizó una recuperación semántica de la palabra por encima del símbolo.

El tilo, la miel, el agua, la saliva, la sangre, están en el sustrato de su escritura conectando visiones, olores, memorias táctiles. “Cuando me pongo triste me vienen los diez años/ las crines que a mi padre enloquecían,/ sus atuendos de monte y el olor a tabaco”. La memoria es la fuerza impulsora de la poesía”, escribió Elena en su ensayo sobre el poeta Juan Gelman, que es como decir que la evocación es la vocación del poeta. Pero la poesía, como sustancia viva, está hecha también de los olvidos de la memoria que participa de ese proceso de hilar imágenes, de reconstruir en el tiempo. El sufrimiento y la pérdida dejan vacíos en ella, incógnitas que el poeta buscará salvar iluminando lo difuso a través de la certeza emocional. Elena no solo reconocía su distinción por la poesía alemana, sino por toda aquella marcada por el sufrimiento provocado por una ideología, por el exilio, por lo que llamó “la retirada del sitio natural de enunciación”. Posiblemente esta deferencia se acentuó en la experiencia de Moscú, porque antes de ello la autora reconoce que “los más elementales atisbos de política, los efectos y las causas me eran también ajenos”. Ese viaje a Rusia fue un privilegio que muy pocos escritores en la Isla podían tener. Una salida del país en plan diplomático era un lujo, no había por qué esperar riesgos. Pero soplaban los vientos de la Perestroika y se quitaba el polvo a aquellos poetas difíciles, incómodos, a los que como dijera la poeta a de la Paz en esa entrevista, morían en Rusia por un puñado de versos. “Esos poetas me cambiaron el rumbo”. A través de lo registrado por los poetas de la tormenta puede reconstruirse lo que fue una época atroz. No parecía ser la poesía la más inocente de las ocupaciones cuando los gendarmes de la cultura dieron cuenta de tantas voces aliadas al bien y a la verdad.

El látigo del exilio, al decir de Raúl Ortega, los llevó a vivir una larga temporada en México. “Allí me hice maestra”, dice Elena agradecida. Allí se acoge a la hermeneútica, que pondera la reflexión sobre el análisis. En la casa de la calle Gabriel Macera, como antes fuera en la casa de Lacret en Santos Suárez, van los amigos cubanos en busca del refugio amoroso de los poetas Navarro y Tamargo. “…en ese pueblo del volcán junto al poeta comencé a recordar las palabras más antiguas de mi vida” Están ceniza, dios, vaca, nieve, tristeza, carne, piano, plátano macho, piedad…, cuenta en su novela inédita sobre el cáncer. Pero ese valle no estaba lleno solamente de presencias, sino de extrañamientos. ¿Dónde queda la loma de Cabañas, su bahía y el astillero con su entrar y salir de barcos? ¿Dónde el mar de la Habana, ciudad que la adoptó, seduciéndola? “Ay, mi ciudad, mi pasto/ mi sitio recurrente/a la hora en que duermen las palomas.” “La Habana es mi memoria sana”, resumió. En ese valle donde sus días comienzan a hacerse más y más de tierra, el nevado de Toluca le reveló que “un cuerpo puede ser un templo y una hoguera, guarder distintos fuegos/ doler de dos maneras.” El volcán es una metáfora del cáncer, descubre la mujer que sabe asociar. “Y el cuerpo mío de nieve/que es el mismo/sigue ardiendo en las noches como un cañaveral.” Un día su cuerpo tenía un agujero perenne: la boca del volcán, pensé al verlo. Por ahí le monitoreaban el avance de la enfermedad. Comprendí qu ese agujero, que ella tapaba de la vista de todos, era la boca de la muerte que por allí soplaba con persistencia.

Murió Osvaldo de súbito y Elena experimenta otra cara del exilio; ahora en Miami, a donde ya había partido su único hijo, nombrado Nazim por el poeta turco exiliado y muerto también en tierra extraña. “Inasilado-inarchivado-inasistido,/ sin lápida, sin tumba, sin ciprés”. “He venido a Miami a curarme”, dijo quien creía en el valor terapeútico de las palabras. “Las palabras son mis amuletos, creía en el pensamiento, en la cabeza, en los ritos que las religiones le hacían a la cabeza…” En esta ciudad destapó un culto fervoroso. La mimaron los poetas y los pintores, los fotógrafos y los actores, los periodistas y los snobs. Ella quería derramarse en todos, dar bautismos de poesía, enseñar, y en esa entrega poder sanar. Según los principios de retribución del bien, por todo lo que dio y germinó de sí, debió curarse. ¿Dónde estuvo el error, qué falló entonces? Si la poeta advirtió en Agartha City que la perseverancia es más fuerte que el destino…

Vuelve el delirio a mi placenta antigua/ Entre légamos agrios/ y pomada y vendaje/ antes que el tiempo expire en un violento abrazo.” Años atrás había escrito en el poema “Sobre un papel mis trenos”: “¿Alguien sabrá que estoy desamparada”. Por ese tiempo la poeta era aún más bella, ganaba premios literarios en la Habana, traducía versos del misterioso alemán. Elena no era una mujer de quejas; amó a la vida y le cantó, también al amado, al pastor del monte, al hombre de otra arcilla, pero el desconcierto también fue registrado cuando su cuerpo “fue rajado en dos como una palma por un trueno”. En el poema “Compás de espera” apunta: “Mi pasado está invadido y lloro lentamente”. Y también: “me dan miedo mi pueblo y sus hombres”, “Estorbo como estorban los almendros’.

Siempre me llamó la atención el título de su poemario “El caballo de la palabra”. Ya sabemos de su preferencia por el caballo, animal que rondó su infancia, y que encarna la inteligencia y un sentido muy propio de la libertad. En “El ultimo poema del año del alma” la autora se identifica con la yegua que “retoza suavemente sobre el rocío” y “le da lecciones al sabio y al dragón”. Pero el caballo es también en la regla de Ocha el iniciado que presta su cuerpo (o se le toma) para una comunicación mágica. “Y para ello un dios me ha prestado su lengua”. La monta del caballo hace que el santero se convierta en oráculo y hable por los orishas. Es el portavoz elegido por los dioses. Pero el que ha visto la monta de este tipo de caballo sabe como queda exhausto, como consume energías en el trance. “…porque la diosa en medio de sus mitos/ vive mi vida y me abandona”. Elena fue ese cuerpo/ caballo/ oráculo. Su dios fue la palabra , pero no la retórica sino la que nombra, enseña, es.

Esta interpretación tan simbólica puede ser más realista que la más realista de las explicaciones.Pero no puedo dejar de pensar que el cuerpo de Elena, decidido en su voluntad y amparado en la fe de sus mayores, se expuso con gran valor a métodos mucho más severos que vendajes y farmacias. Hoy en día se sabe, aunque se sigue haciendo gran uso de ella, de las desventajas de la quimioterapia en el tratamiento del cáncer. Frente a este agresiva cura, Elena pedía jengibre para las naúseas, cremita para la piel, agua para los labios secos. Cuando un grupo de amigos con Manny López al frente, lograron en campaña generosa reunir lo suficiente para cambiar la estrategia y ponerla en mejores manos, ya el cuepo de Elena había perdido demasiadas cortezas.

Hay cosas difíciles de decir, sobre todo cuando ya lo irremediable se impuso. También cuesta a veces contradecir a las personas que con buena voluntad hablan por boca de la tradición y la preservación de ciertos ritos con los que crecimos. Cuando Luis de la Paz se lamentaba de que varios escritores cubanos muertos en el exilio carezcan de un lugar de peregrinación, pensé que esto no estaría en consecuencia con la realidad de quienes no tuvieron hogar fijo, y fueron precisados o eligieron renunciar a ese espejismo llamado patria. Tan hijos de la diáspora como el que más, sus tumbas están en el mar, en un lago, o esparcidos en tierra de nadie. Como en el Tibet, que mezclando las cenizas con el alimento que le dan a las palomas, unen la tumba con el vuelo. En el caso de Elena tal vez haya vuelto al mar de su patio. Ella, que había dejado por el mundo colecciones de sombreros, platos hermosos, casas tibias que se desmantelaban en la partida, supo valorar y nombrar este sentimientto: el desapego. Esa fue la última lección que recibí de ella cuando le pregunté por cómo asumir la impermanencia de los objetos con los que nos identificamos.

Aunque perteneciente a una generación muy distinta, hay otra escritora cuya memoria siempre me acompaña. Hablo de Dora Alonso, quien vivió su vida íntegramente en Cuba. Una escritora que fue encantada con las melodías de la revolución y que unió su destino íntimo al destino nacional del país en que nació y murió. Hay que estudiar su vida y obra para entender por qué. Era muy anciana cuando la visitaba en su apartamento en un tercer piso en Nicanor del Campo. A sus noventa años su familia le pedía mudarse a un lugar donde no tuviese que subir escaleras. Llevándome a una ventana me señaló los ocujes que crecían desde el suelo. “Esos los sembré yo, no puedo dejarlos”. En esos días se enfrentó a los del servicio eléctrico por haberlos podado con alevosía. “Tampoco puedo separarme de ese mar que se ve por la otra ventana”.

Recién salida Elena de una quimioterapia en el Jackson fui a visitarla en su casa de Kendall y quise regarle el mariposal que crecía en su pequeño patio, y que había transplantado del Escambray a México, de México a Miami. Me prometió regalármelo un día, lo que nunca sucedió, tal vez porque yo lo quería todo para ella. Dora Alonso pudo quedarse en Cuba custodiando el mar y los ocujes. Elena cargó con su mariposal a cuestas, resembrándolo de una tierra a otra, como a sí misma. El símbolo es más intenso conociendo que la mariposa blanca es la flor nacional de Cuba.

Lástima de mundo, pena de país que no cuida a sus poetas. Elena Tamargo, como Ana Ajmátova, pudo describir los últimos días de su paso por el mundo: días atribulados, sufridos, vacíos los llamó en un intento tal vez de redimirlos de culpa. Pero tuvo en las palabras su lucidez y amparo, para justificar con Holderlin, que es poéticamente que el hombre habita la tierra: “la casa en tierra ajena / cuando rota en pedazos/ regreso a morir, a temblar/ a recoger del suelo, alzada y mansa/ los restos de mi hoguera/ mis llagas entrañables/ como flores de un patio del infierno”.

 

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